Septiembre, en nuestra sociedad, es el mes de la escuela. Cientos de miles de niños y niñas se preparan estos días para iniciar un nuevo curso escolar repleto de nuevos retos e ilusiones. Pero, por desgracia, esto que nos parece tan cotidiano no es así para todos. En todo el mundo, miles de niños y especialmente de niñas aún no pueden disfrutar del derecho a la educación.
Malala Yousafzai lo sufrió en sus propias carnes, y de la forma más salvaje, cuando solo tenía 15 años y un ataque talibán la convirtió en un símbolo internacional en la lucha por la educación de las niñas. Malala era una joven estudiante preocupada por las restricciones impuestas por los talibanes que gobernaban en Pakistán a la educación de la mujer, y decidió reflejar sus ideas en un blog y en varios discursos públicos. Eso la convirtió en un objetivo de los talibanes, que en octubre de 2012 asaltaron el autocar escolar donde viajaba y le dispararon dos tiros en la cabeza. Por suerte, los servicios médicos pudieron salvarle la vida.
El ataque conmocionó a la comunidad internacional y recibió la condena mundial de personalidades como Barack Obama o Ban Ki-moon. Después de dos años de recuperación, se trasladó al Reino Unido, donde abrió una fundación para luchar por el derecho de las niñas a una educación de calidad. En reconocimiento a su tarea, en 2014 recibió el Premio Nobel de la Paz, con lo cual se convirtió en la persona más joven en obtener el galardón, y la reconocida revista Time la nombró una de las cien personas más influyentes del mundo.
Aquel año, Malala dejó muy claros sus ideales en un discurso frente al Banco Mundial: “El dinero que se invierte en tanques, armas y soldados se tendría que gastar en libros, lápices, escuelas y maestros”.