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Cómo implementar la ética en la práctica cotidiana de las profesiones socioeducativas

Cómo implementar la ética en la práctica cotidiana de las profesiones socioeducativas

Jesús Vilar Martín
Director Académico de Grado y profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés-URL
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25.10.21

Hoy en día, nadie no discute que la ética es un elemento central de la práctica de cualquier profesión, especialmente, en aquellas que tienen que ver con acompañar a las personas. La ética siempre está presente en todos los momentos de la actividad: en el rigor de los diagnósticos o de las acciones, en el trato con las personas atendidas o en el uso del poder que da el rol profesional. Se trata de profesiones donde no se puede ser neutral y mantenerse al margen, sino que debe influir en la realidad, pero trabajando desde la imparcialidad.

La buena práctica, la profesionalidad, no es solo el uso adecuado de la técnica, sino combinación del conocimiento con el trato respetuoso a las personas atendidas y con el compromiso de potenciar la autonomía y la construcción de entornos humanos acogedores.

Ahora bien, desde esta globalidad e integralidad, ¿qué quiere decir incorporar la ética en la práctica profesional?

Construir una cultura ética en un equipo o en una organización requiere tener presentes tres grandes momentos:

 Definir la posición institucional

En primer lugar, definir la posición institucional. Es decir, construir un referente ideal compartido por todas las personas implicadas en forma de principios y valores que han de guiar la actividad profesional.

Por ejemplo, en una profesión, este referente común es el código deontológico. En una entidad del tercer sector, en un centro abierto para personas sin hogar, en un piso de acogida para mujeres maltratadas o en unos servicios sociales será el ideario de la institución o el código ético.

Este primer paso es importante y necesario porque aporta un punto de partida común y compartido para todos los miembros de aquella organización que ha de asegurar una actuación imparcial y justa. No perdamos de vista que la práctica profesional no se puede desarrollar únicamente desde el sentido ético privado. Esta fase tiene una dimensión anticipatoria, en la medida que define ideales que servirán de referencia en la acción cotidiana.

Normalmente, este punto está bien construido en la mayoría de entidades e instituciones porque es relativamente fácil consensuar los principios de referencia que guiarán la práctica, por ejemplo: la igualdad, la dignidad, el respeto, la autonomía o la equidad.

La ética en la práctica diaria

En segundo lugar, trasladar los principios y valores en el día a día de la práctica. Los valores han de ponerse en práctica para que no sean únicamente una lista de buenas intenciones. Es necesario traducirlos en acciones, en comportamientos, en virtudes, en evidencias que demuestren la manera como diariamente se ponen en práctica.

Este segundo gran momento de pensar los valores en el día a día, desgraciadamente ya no es tan habitual en los equipos y las organizaciones. Querer hacerlo requiere disponer de espacios y de tiempo para imaginar qué actitudes y qué comportamientos se pondrían en juego en las diferentes situaciones de la vida cotidiana.

Siguiendo con los casos anteriores, se tendrá que ver cómo se concreta, por ejemplo, la idea de respeto o de autonomía en el recurso de personas sin hogar o en el trato a las personas destinatarias de los servicios sociales. ¿Qué haremos si la persona con quien trabajamos no está de acuerdo con nuestras propuestas? ¿Dejaremos que opte por su opción o la obligaremos a seguir nuestro criterio? Y si aquello que escoge le puede provocar un mal mayor, ¿cómo ejerceremos nuestra responsabilidad de cuidado sin vulnerar su autonomía y libertad? Y ¿cómo gestionaremos las posibles excepciones a las normas en nombre de la equidad?

Como se puede ver, este ejercicio de traducción en forma de comportamientos cotidianos no es fácil de hacer. Técnicamente, supone construir infraestructuras éticas como pueden ser los comités de ética o los espacios de reflexión ética para poder pensar, imaginar y anticipar estas situaciones potencialmente conflictivas entre valores en forma de mapa de riesgos éticos con las situaciones más frecuentes en aquel recurso concreto.

También, será conveniente hacer auditorías éticas para analizar hasta qué punto hay coherencia entre los valores ideales y las actuaciones en aquel recurso.

Gestionar la conflictividad

En tercer lugar, y como punto más crítico, las organizaciones deberían disponer de mecanismos y estrategias para gestionar todos aquellos aspectos de conflictividad moral no previstos como son los dilemas éticos.

Son situaciones inesperadas para las cuales no hay ningún criterio establecido, previamente, que no tienen respuesta y donde se tendrá que escoger entre alternativas que siempre tienen aspectos positivos y aspectos negativos. Estas situaciones pueden poner los equipos en una importante situación de estrés y de angustia por no saber qué decisión tomar, ya que no hay ninguna que no suponga ningún riesgo.

Aunque un conflicto ético implica siempre una vivencia particular, su gestión y abordaje profesional ha de ser colectivo para construir la respuesta más imparcial y justa posible.

En este caso, y siguiendo con la idea anterior de las infraestructuras éticas, es muy importante disponer de un espacio específico para debatir el caso, un método sistematizado de deliberación que ayude a construir de forma argumentada la mejor respuesta y un conjunto de soportes en forma de personas externas o de materiales especializados que ayuden a este equipo a tomar la mejor decisión.

Este tercer momento es el que cuesta más y, a menudo, es el más descuidado en los equipos. Las organizaciones tienden a resolver los conflictos éticos de forma poco sistematizada o directamente de manera particular, desde el supuesto equivocado que la persona que experimenta un conflicto ético lo ha de resolver de manera privada, sin apoyos de la organización.

La deliberación ante casos extremos no se puede hacer únicamente desde el sentido común o desde los valores personales.  Si no hay método ni apoyos, es muy difícil construir la respuesta más prudente y a la vez más justa.

El escenario ideal para hacer una auténtica cultura ética en una organización sería aquel en el que se dan los tres momentos que hemos descrito:

  • En primer lugar, se ha definido bien la posición, que se ha construido de forma colegiada, contando que, a mayor participación de los profesionales, mayor corresponsabilidad a la hora de comprometerse con los valores.
  • En segundo lugar, se han definido unas infraestructuras éticas en el día a día y unas estrategias de seguimiento que permitan ver la coherencia entre principios y acciones cotidianas, así como anticipar situaciones potencialmente conflictivas.
  • En tercer lugar, se necesitan espacios de reflexión y protocolos de deliberación y de seguimiento para tratar los dilemas morales y las situaciones críticas inesperadas que, en sí, no tienen solución y donde se ha de construir la mejor alternativa. 

Disponer de todo esto asegura calidad y justicia en la acción hacia las personas atendidas. A la vez, aporta bienestar en los equipos por la consciencia de estar desarrollando la tarea de manera justa.

Las personas que trabajan en el campo socioeducativo ven diariamente los efectos reales de la vulnerabilidad y las fragilidades del sistema. Esto hace que estén expuestas a sufrir fuertes tensiones, muchas de ellas de carácter moral.

La ética no puede solucionarlo todo, pero sí que puede dar criterios y estrategias para adoptar una perspectiva desde donde ver tanto los límites de sus responsabilidades como los márgenes de autonomía para realizar acciones justas y transformadoras.