EDUCACIÓN SOCIAL Y TRABAJO SOCIAL
BLOG DE LA FACULTAD PERE TARRÉS
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Jesús Vilar Martín
Director Académico de Grado y profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés-URL
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19.06.17
La educación social y el trabajo social han experimentado importantes transformaciones a lo largo de su recorrido histórico en relación a su misión y su tarea. En un principio fueron profesiones vinculadas a la caridad y al control. El primer gran cambio llegó con la mirada desde la perspectiva de las políticas sociales y el estado del bienestar. Ahora se trataba de ver la persona atendida no como un sujeto de caridad que tenía que aceptar con resignación su papel en la sociedad, sino como un ciudadano al que el estado debía proporcionar unos servicios para garantizar sus derechos. Podía ser un planteamiento emancipador o, por el contrario, paternalista y benéfico, pero en todos los casos el gran cambio fue entender la atención como un derecho.
Es un modelo que entiende la intervención en términos de problema-solución porque se centra en aspectos tangibles. Por ejemplo, se puede entender el derecho a la educación como el derecho a estar escolarizado, de manera que es relativamente fácil encontrar una “solución al problema”, que es tangible y de solución material. La respuesta a las necesidades básicas y tangibles se aborda desde una propuesta de carácter tecnocrático en la que se han atomizado los servicios y en cada uno de ellos se han situado unos profesionales con unas tareas muy específicas. Se parte del supuesto que el todo es la suma de las partes, de manera que si cada servicio y profesional cumple su tarea correctamente, el problema queda solucionado. Es un modelo que da a todas las personas la misma atención, porque atiende a mínimos, por lo que está centrado en la lógica de los profesionales y de los servicios. Es decir: la persona se adapta a un organigrama y no al contrario. El segundo gran cambio fundamental aparece cuando la mirada se centra en la promoción de la persona y esto incluye elementos de carácter intangible o, como mínimo, no solucionables desde la perspectiva de problema-solución. Siguiendo el ejemplo anterior, aquí el derecho a la educación se entendería como el derecho a tener éxito en el sistema educativo, cuestión que exige una acción que va mucho más allá de ofrecer servicios estandarizados y que supera ampliamente una idea simple de “solución”. Aquí son los servicios y los profesionales los que se adaptan a cada situación para construir una respuesta lo más adecuada posible, por lo que no sirve un modelo cerrado de circuitos estandarizados sino que hay que trabajar desde una estructura de red para crear conocimiento.
En los tres grandes modelos descritos puede manifestarse la sensibilidad ética y una idea de cuidado y de atención. Ahora bien, adopta formas distintas que pueden llegar a ser totalmente contradictorias entre ellas, por lo que hay que hacer explícitos los supuestos de los que se parte para entender de qué hablamos cuando se manifiesta preocupación por las personas. En el primer modelo, el sentido del deber moral se vincula a una mirada directiva y paternalista que sitúa el profesional (en este caso, agente de caridad) en una posición de superioridad para decidir qué le conviene a la persona atendida, que queda anulada y de la que se espera obediencia. En el segundo modelo, el deber moral consiste en cumplir adecuadamente con la responsabilidad concreta y cerrada de la parcela que cada profesional ocupa, por lo que pone mucho interés en definir claramente las “funciones”, los “servicios” o las “prestaciones” que tiene el deber de proveer. Todo aquello que trascienda la función o las prestaciones de una parcela concreta no es percibido como responsabilidad propia. Así, si una persona plantea una problemática que se sale de lo previsto en el circuito, fácilmente quedará desatendida. Es posible que sea derivada de recurso en recurso hacia un “recurso ideal” que dificilmente existirá. En este caso, es fácil que haya solapamientos, acciones contradictorias entre ellas o simplemente abandonos en la medida que “todo el mundo actúa bien” al cumplir su tarea específica, tangible y concreta. Ahora bien, nadie propiamente se responsabiliza del caso ni de las consecuencias de las acciones fragmentadas, al no existir una mirada global Ante un conflicto de valor, el profesional pide instrucciones, porque ese conflicto también lo aborda desde la perspectiva de “problema-solución”. En estos casos, el techo máximo al que se llega es a las coordinaciones multidisciplinarias, entendidas como el momento en que diversas propuestas que son independientes entre ellas se informan de lo que cada una hace, pero sin garantías de descentrarse de su perspectiva. Desde el punto de vista ético, se trata de un pensamiento convencional centrado en el cumplimiento de las normas.
En el tercer modelo, el deber moral supera el cumplimiento de las responsabilidades, que obviamente ha de darse, y se focaliza en el bienestar de la persona entendida como alguien a quien hay que respetar desde su dignidad y que vive en un escenario de múltiples influencias recíprocas, la interacción de las cuales ha construido aquella historia concreta. Aquí se tiene consciencia de que la suma de las intervenciones no asegura la mejora de las personas e, incluso, que puede llegar a perjudicarlas. La responsabilidad moral consiste en ofrecer aquello que en cada caso sea lo más favorable, pero no desde la derivación al “recurso ideal” donde tengan la solución o la receta mágica sino desde la voluntad de crear propuestas a medida entre todos los agentes que intervienen porque, más que soluciones, lo que hay son procesos de cambio. Como no todo puede ser previsto, desde esta perspectiva conviene tener una actitud creativa para imaginar y construir la propuesta que pueda ser mejor en cada caso.
En este caso, los profesionales han de trabajar juntos, no ya desde una coordinación multidisciplinaria, sino desde la corresponsabilidad de una construcción conjunta interdisciplinaria y una mirada ética postconvencional, centrada en los principios universales. En síntesis: una mirada ética que realmente responda a las exigencias de dignidad que tiene cualquier ser humano basada en principios universales no puede desarrollarse desde una perspectiva benéfica ni tecnocrática, sino que hay que dar el gran salto a la perspectiva del pensamiento complejo. Esto supone los siguientes cambios en los profesionales: · De una mirada tecnocrática a una mirada sistémica y de complejidad. · De la multidisciplinariedad a la interdisciplinariedad. · De las estructuras rígidas y arbóreas de servicios, a estructura flexibles de trabajo en red. · De la respuesta estandarizada en la que el protagonismo lo tiene el servicio, a la respuesta personalizada en la que el centro es la persona. · Del esquema problema-solución a la dinámica de cambio-progreso . · De mirar únicamente lo tangible, a incorporar lo inmaterial e intangible. Ética y complejidad van de la mano y una no puede entenderse sin la otra. Si los profesionales no son capaces de cambiar de paradigma (con sus implicaciones epistemológicas, técnicas y éticas), la idea tan repetida de la atención centrada en la persona no serán más que buenas palabras para tranquilizar consciencias.
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