EDUCACIÓN SOCIAL Y TRABAJO SOCIAL
BLOG DE LA FACULTAD PERE TARRÉS
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Paco López
Profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés-URL
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| Ficha de experto
17.07.19
Hace unos años, las redes se inundaron de comentarios sobre dos documentos inconexos, pero ambos relacionados con la manera en que tratamos a los niños/as y adolescentes. El primero, “Los internados del miedo”, documental de Montse Armengou y Ricard Belis, emitido por TV3 (y hoy disponible en YouTube), que narraba con crudeza los testimonios de personas que, en el período final del franquismo, sufrieron maltrato, abuso y explotación por parte de personas supuestamente dedicadas a su cuidado y educación. Más allá del análisis narrativo del documental, la reacción natural de los espectadores fue, lógicamente, el rechazo sin paliativos a los hechos narrados, junto al dolor, la rabia y la necesidad de articular mecanismos para garantizar que nada así pueda volver a suceder. No eran hechos generalizados y probablemente hoy nos sentimos lejos y a salvo de situaciones así.
Sin embargo, con datos mucho más recientes, Save the Children estima que 40 millones de niños menores de 15 años son víctimas de malos tratos o abandono en el mundo. No importa que esos niños, niñas o adolescentes estén cerca o lejos. Son personas que sufren, la mayoría de manera annima, situaciones similares a las que lescentes estde situaciones asular mecanismos para garantizar que nada asque tratamos a lónima, situaciones similares a las que relata ese documental.
El segundo documento al que me refería al inicio es el video de Toya Graham dando guantazos a su hijo Michael mientras este participaba en los disturbios callejeros desencadenados en Baltimore tras la muerte de un joven negro a manos de la policía (también se puede consultar en las hemerotecas). Para una parte de la prensa mundial, Toya era la “madre del año” y un ejemplo de amor y compromiso con la educación de sus hijos.
La escena (y el uso que los medios hicieron de ella) requiere un análisis complejo, pero quiero detenerme en el argumento central que nos hizo percibir a Toya como prototipo de buena madre. “Él sabe que le quiero”, relataba a la prensa, mientras su hijo sonreía con cierta complicidad. El amor llevaba a esa madre a poner los límites necesarios para que su hijo no se complicase la vida y lo hacía con los recursos que tenía a su alcance.
¿Así de fácil? ¿El amor expresado por el educador y percibido por el educando legitima el uso ocasional de la violencia física (llamémosla “de baja intensidad”)? Así parecen creerlo una parte importante de nuestros conciudadanos. Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas, más de la mitad de los adultos (exactamente el 52,2%) creía, no hace demasiado tiempo (es un estudio del 2004), que a veces es necesario pegar a un niño para educarlo.
Por compleja que en ocasiones resulte la mente humana, no parece posible que nadie pueda vincular los abusos sexuales con una intencionalidad educativa. Sin embargovincullso educativos agresores te humana, no parece, en el caso de las palizas, cuando estudiamos casos como los relatados en el documental de Armengou y Bellis, sí se dan situaciones en las que los agresores elaboraron un discurso que las justificaba como parte de un bienintencionado proceso educativo. Incluso, y eso es lo más terrible, parte de ese discurso fue interiorizado por las víctimas, que llegaron a desarrollar un desgarrador e incomprensible sentimiento de culpa mezclado con la exculpación del agresor (¡porque “lo hacía por su bien”!).
Para quien confunde bondad con pasividad, o cariño con falta de exigencia, el suceso de Baltimore fue un argumento para reivindicar el “poder educativo del bofetón” y hacer un guiño cómplice a tiempos pasados, en los que los adultos tenían “autoridad” y los niños y niñas crecían aprendiendo “el valor del esfuerzo”.
Ante esa tentación, conviene recordar que educar no es un acto instintivo. Educar requiere esfuerzo por parte del educador (precisamente ese que reclamamos a los niños y niñas), capacidad de gestión de las emociones, lucidez para poner límites y entender la dificultad de adaptarse a ellos, firmeza en las decisiones que tienen que ver con el bienestar de los niños, niñas y adolescentes, sentido del deber y sentido del humor, paciencia y mucho, mucho amor.
Educar requiere entender que, en ocasiones, educamos con el qué pero también con el cómo y que el uso de la violencia en cualquiera de sus formas (es difícil medir la intensidad) equivale a declarar que no tenemos otros instrumentos para afrontar determinadas situaciones en la vida.
Educar necesita distinguir entre el poder (del que controla porque puede hacer daño) y la autoridad (que se gana con la coherencia, la claridad y el cariño).
Los grandes pedagogos de la historia han insistido en que la educación es cosa del corazón. No nos dejemos atrapar con facilidad por los engaños del “quien bien te quiere te hará llorar”. Es cierto que, a veces, el resultado de un acto educativo puede y debe comportar malestar, exigencias no deseadas o dificultades. Pero, por encima de todo, quien bien te quiere, te ayudará a crecer y no te hará sufrir.
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