EDUCACIÓN SOCIAL Y TRABAJO SOCIAL
BLOG DE LA FACULTAD PERE TARRÉS
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Jordi Sabater
Profesor de Historia Social y Política Social de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés - URL
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13.12.18
El pasado 10 de diciembre en la conferencia intergubernamental de la ONU celebrada en Marrakech (Marruecos) se firmó el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular. Es, sin duda, un hecho importante: por primera vez se abordan los procesos migratorios de manera global e integral y desde la perspectiva de los Derechos Humanos. Ciertamente es un acuerdo de mínimos, no vinculante y que deja a los Estados el establecimiento de sus propias políticas de inmigración, pero no podía ser de otra manera si se quería que países con situaciones e intereses diferentes, cuando no opuestos, llegaran a algún consenso en un tema especialmente conflictivo. Sin embargo, y significativamente, algunos países se han negado a firmarlo, como Estados Unidos que lo acusa de promover la inmigración y socavar la soberanía nacional, Israel, Australia o Chile. En Europa ha producido una gran división: Austria, que ocupa la presidencia de turno de la UE, Hungría, Polonia, República Checa, Eslovaquia y Bulgaria se han mostrado contrarios; la Italia de Salvini no ha asistido argumentando que antes tenía que debatir a nivel nacional; en Bélgica se ha roto el gobierno por la oposición de los nacionalistas flamencos y en Alemania, Angela Merkel ha tenido dificultades políticas para apoyarlo. El discurso antimigratorio cada vez es más influyente en Europa.
El ascenso de los populismos nacionalistas de extrema derecha no es un fenómeno solamente europeo -tan sólo hay que recordar el caso reciente de Brasil-, pero ésto no le ha de quitar importancia, ni preocupación, al creciente apoyo que la sociedad europea está dando a partidos xenófobos que no sólo ponen en peligro la convivencia, sino la propia democracia. Desde el Frente Nacional francés hasta el Partido de la Independencia del Reino Unido; desde la Lega italiana hasta el Vlaams Belang flamenco; desde el Partido Popular Danés a los Demócratas de Suecia, pasando por los Verdaderos Finlandeses; desde la Alternativa para Alemania hasta los Partidos para la Libertad de Austria y los Países Bajos; desde "¡Todo por Letonia!" a los Patriotas Unidos búlgaros; desde el Movimiento para una Hungría Mejor al Partido Nacional Eslovaco (la lista, desgraciadamente, está lejos de estar completa). Todos ellos tienen en común un nacionalismo radical, excluyente y esencialista, que se opone a todo lo que perciben como una amenaza a la integridad del Estado-nación, sean los inmigrantes, sea la misma Unión Europea.
Algunos han hablado de un retorno al período de entreguerras con la eclosión del nazifascismo. Dejando de lado que, a pesar del tópico, la historia nunca se repite (la realidad siempre es tan compleja que resulta irrepetible), hoy no hay una revolución contra la que lanzar toda la violencia del estado. La inexistencia de una amenaza comunista -construida, como cualquier hecho social- diferencia fundamentalmente nuestra época de la de los años treinta. Esto no impide que la extrema derecha de nuestros días encuentre otros peligros capaces de actuar como factores de movilización social y política. Además, existen puntos en común tanto en las razones del ascenso (el impacto de la crisis económica, la exacerbación nacionalista), como en los ingredientes ideológicos: la xenofobia (ahora contra los inmigrantes), el supremacismo, el populismo nacionalista, el antipluralismo y el antimulticulturalismo, la aversión a la igualdad y a la diferencia.
La extrema derecha es una realidad diversa, que toma formas diferentes según los contextos históricos y nacionales. El actual se alimenta, y de ahí su gran fuerza, de los efectos de la globalización neoliberal y de las políticas de austeridad que han erosionado la capacidad cohesionadora del Estado del Bienestar y han precarizado no sólo las sociedades, sino también las identidades; de la crisis de legitimación de la democracia liberal minada por las corrupciones y/o limitada por las necesidades de los mercados internacionales y del temor a los cambios (en la familia, en las relaciones de género, en los derechos civiles...). El suyo es fundamentalmente un voto de los que temen perder algo y se aferran a la nación imaginada como último refugio. El suyo es un discurso que etnifica el conflicto social, magnifica la (inexistente) homogeneidad cultural, politiza la alteridad y se refugia en la tradición, para afianzar o recuperar la prioridad y la grandeza nacionales. Los inmigrantes, en este sentido, se convierten en el peligro y el problema principal. Pero hay más culpables: la Unión Europea, la identidad de género, la libertad de orientación sexual, el pluralismo...
Ninguna de las estrategias que se han seguido para frenar o integrar estos partidos está impidiendo su crecimiento: ni el aislamiento a la francesa o la alemana, ni la llegada a acuerdos e, incluso, la entrada al gobierno como en Dinamarca. Y en ambos casos, además, han influido en las políticas de inmigración: desde la oposición derechizado los partidos convencionales y construyendo un relato antimigratorio que contamina todo el escenario político; y al poder, con iniciativas como la danesa de recluir en un islote a los inmigrantes a los que se les ha denegado el asilo.
Hasta hace pocos días, España parecía una excepción en esta tendencia general: fuera de algún caso local, como Plataforma por Cataluña, la extrema derecha no había entrado en las instituciones. Las recientes elecciones autonómicas andaluzas evidencian que los ciudadanos españoles no estaban inmunizados. Pero como decía antes, la extrema derecha toma diversas formas, con distintas jerarquías de enemigos. En el caso español, el populismo nacionalista de Vox va contra los inmigrantes, pero también contra el independentismo que ha puesto en peligro la nación, única e indivisible (hay que recordar que las elecciones en Andalucía son las primeras en el Estado después del Octubre catalán). En un sondeo reciente de 40 dB para El País casi la mitad de los votantes de Vox lo hicieron por su discurso sobre la inmigración, pero un tercio para defender la unidad de España y cerca de un 25% para frenar los independentistas. El mismo programa del partido es elocuente: de las cien medidas que proponen para la España Viva, las diez primeras son sobre la unidad de España, incluyendo la “suspensión de la autonomía catalana hasta la derrota sin paliativos del golpismo y la depuración de responsabilidades civiles y penales”.
Algunos han querido minimizar el peligro del nacionalismo de extrema derecha, argumentando que siguen siendo una minoría y que ahora, a diferencia de los años treinta, acepta la democracia. Pero no nos engañemos. Por un lado, hasta ahora no ha parado de crecer y las razones de su ascenso no han hecho más que agravarse. Por el otro, su ataque a la esencia de las democracias: el pluralismo. Cien años después de la Gran Guerra, los nacionalismos excluyentes continúan inflamando las velas.
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