EDUCACIÓN SOCIAL Y TRABAJO SOCIAL
BLOG DE LA FACULTAD PERE TARRÉS
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Paco López
Profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés-URL
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17.12.17
Un amigo educador solía decir que, en el cuerpo a cuerpo de la relación educativa, cuando ningún sesudo protocolo te indica, paso a paso, cómo actuar, te quedan sólo dos herramientas: el uso de las normas y tu capacidad de comunicación. Él era consciente de que estaba simplificando. Siempre tenemos más recursos. Entre otras cosas, porque educar no es una tarea solitaria y existen equipos con los que compartir planes o estrategias. O, simplemente, a los que pedir ayuda. Sin embargo, es innegable que el adecuado manejo de las normas, especialmente en situaciones de tensión o conflicto, permite situarnos en un marco de derechos y responsabilidades y recuerda, en escenarios educativos, que las reglas del juego están al servicio del crecimiento de las personas y del aprendizaje de la capacidad de convivir.
En ese mismo tipo de situaciones, nuestra experiencia nos dice que un manejo torpe de las normas, fruto de un inadecuado estilo de comunicación, puede alimentar el malestar y dificultar la resolución del conflicto. Creo que no es casual que el Manual del Educador social (Costa y López, 1991), que fue y es una obra de referencia para muchos profesionales, sea, en realidad, un manual de habilidades de comunicación. En los escenarios educativos, como en la mayoría de los escenarios humanos, se desarrollan historias que se construyen con interacciones comunicativas. Eso hace de la capacidad de conversar (con todos los ingredientes que conlleva, no sólo las palabras) una de las habilidades centrales del bagaje competencial de los profesionales sociales y educativos, que en nuestra Facultad desarrollamos en asignaturas de Trabajo social, Educación social o en titulaciones de postgrado como el MEIA (Máster Universitario en Modelos y estrategias de acción social y educativa con infancia y adolescencia). El estudio de la comunicación humana desde la perspectiva de la relación de ayuda ha avanzado notablemente en las últimas décadas del siglo pasado. Las aportaciones teóricas de Paul Watzlawick han sido, probablemente, piezas clave de este avance (recomiendo revisar sus 5 axiomas de la comunicación humana, que comienzan por un contundente “es imposible no comunicarse”). Junto a él, otros investigadores o psicoterapeutas formados en el Mental Research Institut de Palo Alto han ido afinando modelos y técnicas de intervención que, nacidos inicialmente en contextos clínicos, están resultando útiles en contextos sociales y educativos. En este mismo blog hemos revisado alguna de esas aportaciones: El concepto de soluciones intentadas se está revelando como un poderoso instrumento para orientar las propuestas de intervención, porque nos permite diferenciar lo que verdaderamente ayuda de lo que alimenta y mantiene los problemas.
De igual manera, la adecuada gestión de las resistencias al cambio favorece el establecimiento de relaciones que facilitan los procesos de acompañamiento. Para completar esta revisión, me gustaría hacer un breve repaso de los ingredientes del diálogo estratégico que Giorgio Nardone sintetiza en su libro “Corrígeme si me equivoco” (Herder, 2006). Sus propuestas nacen de la convicción de que cada situación es única, pero existen formas de proceder que se han demostrado eficaces para movilizar procesos de cambio y que son aplicables en contextos muy diversos. Su aparente simplicidad no puede ocultar que sólo un profundo conocimiento de la mente humana permite su aplicación en situaciones complejas. ¿Cuáles son esos 4 ingredientes?
Es tan simple como entender que, aunque nuestra enorme sabiduría y experiencia (léase con un punto irónico) nos permita vislumbrar con certeza cuál ha de ser el paso siguiente que ha de dar la otra persona, es más probable que lo dé si se siente protagonista de él. Si preguntamos adecuadamente, contribuimos a reducir las resistencias al cambio y favorecemos una narración de los hechos o las emociones que orientan a la mejora. Porque, en la comunicación estratégica, preguntar no es sólo un instrumento para recoger información. Es una de las herramientas básicas para intervenir a la vez que investigamos, para proponer cambios a la vez que conocemos.
Existe un tipo de preguntas, las preguntas de doble alternativa, que permiten guiar la conversación ayudando a realizar el análisis de las soluciones intentadas y a movilizar las emociones que contribuyen a cambiarlas. Parece obvio que una buena pregunta (por ejemplo: “¿qué crees que puedes hacer en esta situación que tanto malestar te provoca?”) mejora siempre una afirmación, especialmente si ésta está hecha con lo que llamamos mensajes tú (“lo que tienes que hacer es…”). Si, además, somos capaces de orientar la respuesta con una pregunta de doble alternativa (por ejemplo: “¿tienes claro qué puedes hacer ante esta situación o te gustaría que yo te ayudara a pensar alternativas?”) estamos abriendo puertas que facilitan la comunicación, animan el proceso de cambio y mantienen empoderada a la persona a la que estamos acompañando.
Igual que hacemos con las preguntas, nuestra reacción ante las respuestas puede ser una palanca de cambio, que vaya anclando los aspectos clave de la narración y permitan que ésta avance en la dirección adecuada. En la práctica, se trata de incorporar a la conversación afirmaciones que parafraseen y soliciten la aprobación de nuestro interlocutor, introduciendo giros imperceptibles que abran el relato a nuevas posibilidades. Si alguien nos expresa amargamente su malestar o su impotencia ante una situación que vive, podemos recoger y resumir sus sentimientos con un “veo que lo estás pasando muy mal y te sientes impotente”. Pero también, sin traicionar los hechos o los sentimientos que estamos escuchando, podemos introducir, en la frase anterior un “ahora mismo” que sitúa temporalmente las dificultades, pero mantiene abierta la puerta a alternativas posteriores. A la vez, subrayamos que se trata de nuestra interpretación (con un “corrígeme si me equivoco”) o pedimos directamente confirmación (“¿lo estoy entendiendo bien? ¿es así cómo lo vives?”). A esta forma de parafrasear la llamamos reestructuración. Parafraseamos no sólo para verificar lo que hemos comprendido, sino para ir consolidando avances en la narración, para generar puntos de no retorno (hacer el cambio no sólo deseable, sino inevitable) en el proceso de mejora.
Más allá de las convicciones o descubrimientos cognitivos, son las emociones asociadas a estos las que movilizan los procesos de cambio. El diálogo estratégico incorpora necesariamente el manejo de las emociones y, en muchas ocasiones, la generación intencionada de lo que llamamos experiencias emocionales correctoras. Conseguir despertar en nuestro interlocutor emociones que predispongan a cambiar o que dificulten el mantenimiento de soluciones intentadas (las que perpetúan los problemas) es uno de los objetivos de las conversaciones que se desarrollan en los contextos sociales y educativos. Si, además, somos capaces de provocar ese cambio de perspectiva haciendo reaccionar a la persona con la que hablamos con una frase breve o con una imagen mental que conecte con lo que está viviendo, sin duda obtendremos mejores resultados que con el mejor de los discursos profesionales. A este tipo de reestructuraciones las llamamos analógicas (por el uso de analogías y en oposición a las reestructuraciones lógicas, que se ajustan más a lo explicado en el apartado anterior). En entornos clínicos se desarrollan mediante metáforas o aforismos contrastados para cada tipología de problemas. Decía Cervantes que “en algún lugar de un libro hay una frase esperando para darle un sentido a la existencia”. Pues de eso se trata, de conseguir mucho con poco, de tocar la tecla adecuada, de encontrar la palabra, la canción, la fotografía, la escena de película o el cuento que haga que la persona que tenemos delante no pueda seguir viendo las cosas de la misma manera, que provoque un cambio de mirada que invite a caminar en otra dirección.
Una parte importante de los seres humanos, especialmente si tenemos formación universitaria, vivimos en la fantasía de que nuestro pensamiento dirige nuestras acciones. Esa fantasía nos lleva, con frecuencia, a dedicar tiempo y energía a profundos análisis sobre nuestra vida y la de los que nos rodean y, mientras pensamos, dejamos que la vida siga su curso, muchas veces sin hacer lo que conviene, aunque podríamos escribir un tratado sobre ello. Quizás el párrafo anterior suene a exageración, porque también sabemos por experiencia que, en ocasiones, pensar de manera adecuada ayuda a analizar la realidad, a tomar buenas decisiones y a mejorar nuestra vida. Sin embargo, lo más normal (en términos estadísticos) es que utilicemos nuestro pensamiento para justificar nuestras acciones (más que al revés) o que intentemos darle vueltas a las cosas en nuestra cabeza en lugar de dedicarnos a hacer lo que toca para arreglarlas fuera de ella. El diálogo estratégico invita a caminar, a experimentar cambios que desequilibren para buscar nuevos equilibrios generadores de salud y bienestar. Como dice Blanco (en un recomendable artículo que podéis encontrar aquí), primero implicar para después explicar. No se trata de negarle espacio al pensamiento, sino de entender que se hace camino al andar y que el buen uso del pensamiento tiene más que ver con narrar el camino andado que con sentarnos a pensar cómo lograr que otros anden nuestro camino por nosotros.
Estos cuatro ingredientes son como los pasos en un baile de salón, que uno puede reproducir mecánicamente a la perfección, pero que sólo convierten los movimientos en arte cuando quien los ejecuta entiende lo que necesita su pareja, se adapta a su ritmo y anticipa sus cambios. Para que esa experiencia artística, fluida y sencilla en apariencia, llegue a producirse, se necesita método, ensayo reiterado y la lucidez para aceptar que los errores son una fuente excepcional de aprendizaje.
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