09.11.22
El número 80 de la publicación “Educación Social. Revista de intervención socioeducativa” tiene como eje temático la soledad entre las personas jóvenes. El profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social-URL Paco López es el coordinador de este nuevo número y nos habla de cómo afrontarla tanto en nuestra vida personal como desde la acción socioeducativa.
-Este nuevo número de la revista aborda los retos de la acción socioeducativa frente a la soledad de los jóvenes. Hasta hace poco, la soledad estaba asociada a personas mayores o personas excluidas socialmente, ¿por qué ahora se da en el colectivo de jóvenes?
Como se señala en alguno de los artículos de la revista, no tenemos evidencias sólidas que nos indiquen que la actual generación joven experimente mayores sentimientos de soledad que las generaciones precedentes. Lo que sí sabemos es que, en el siglo XXI, las transiciones vitales son más complejas y esto afecta, especialmente, al tránsito entre la adolescencia y la edad adulta. Por poner algunos ejemplos, no hace mucho tiempo, tener trabajo era garantía de independencia económica, la formación profesional o la carrera universitaria orientaban la identidad profesional casi de por vida y las relaciones familiares o de pareja seguían, en la mayoría de los casos, patrones bastante predecibles. Hoy en día, el trabajo, la profesión o la familia son escenarios mucho más inciertos.
Esto pone a prueba el mundo de relaciones de los jóvenes, que necesitan redes sólidas de apoyo para hacer frente a este mundo acelerado que acentúa su fragilidad. Quizás no se sientan más solos de lo que se sentían sus abuelos. Quizá lo que ocurra es que necesitamos más de los demás que en otras épocas. Y quizás, también, esto ha hecho que las ciencias sociales reclamen más atención para este fenómeno, que no habla sólo de los jóvenes, sino del mundo que estamos construyendo.
-¿Cómo han contribuido las redes sociales, la globalización y la vida urbana a este fenómeno?
Los tres procesos que comentas crecen en torno a una contradicción: buscamos la pertinencia a una tribu cada vez mayor y más interconectada, pero, paradójicamente, más conexión no implica una mejor vinculación con los demás seres humanos.
Se calcula que, en 2050, el 70% de la población mundial vivirá en las grandes urbes del planeta. Los barrios de las grandes ciudades han sido, para muchos, espacios de acogida, entornos ricos de pertenencia y de apoyo mutuo. Pero la gentrificación, la especulación inmobiliaria o el turismo masivo (todos ellos hijos de la globalización) van expulsando y fragmentando muchas de esas comunidades. Esto incrementa el aislamiento social y, lo que es peor, debilita las redes de apoyo frente a las circunstancias difíciles de la vida. Es decir, provocan soledad no deseada y dificultan los mecanismos sociales que permiten afrontarla.
El impacto de las redes sociales virtuales es también una cuestión compleja. Pueden ser oportunidades de relación (pensemos en las personas mayores que, durante la pandemia, pudieron mantener el contacto con las personas queridas). Pero también pueden ser prisiones que nos aboquen a espirales adictivas (como el caso del síndrome de Hikikomori, esos jóvenes encerrados en sus habitaciones sin ningún contacto presencial con el mundo) o que nos exponen en escenarios llenos de poses felices y gifs sonrientes, pero con vínculos débiles con las personas cercanas.
-En el editorial se apunta que la soledad es una de las grandes epidemias de las sociedades industrializadas del siglo XXI, ¿por qué?
Por un lado, creo que es una metáfora para subrayar la preocupación que suscita el fenómeno. Somos seres sociales. Si el progreso va asociado a la pérdida de calidad en las relaciones humanas, quizás conviene revisar qué tipo de progreso estamos alimentando.
Por otra parte, la falta de apoyo social tiene una relación demostrada con todas las causas de mortalidad. Los datos sobre soledad no deseada aparecen de forma reiterada en estudios muy diversos y en diferentes contextos internacionales, y afectan a la salud y la vida de las personas que la padecen. Todo esto hace que se trate de una problemática con un impacto global similar al de las epidemias originadas por causas biológicas.
-Uno de los capítulos, específicamente, habla sobre cómo ha afectado a la pandemia a la soledad de los jóvenes. ¿Qué repercusiones ha tenido?
Informes diversos confirman que durante la pandemia hubo un incremento significativo del sentimiento de soledad no deseada entre los jóvenes europeos. La drástica reducción de las interacciones presenciales en los meses de confinamiento acentuó las problemáticas, especialmente en colectivos juveniles que ya tenían, previamente, dificultades sociales o de salud mental.
El artículo al que te refieres ha sido escrito por parte del equipo de “Aquí t’escoltem”, un programa del Ayuntamiento de Barcelona para atender a adolescentes y jóvenes con dificultades emocionales. Sin embargo, este equipo hace hincapié en que la pandemia también se ha convertido en una oportunidad para repensar lo que hacemos con nuestros adolescentes y jóvenes. Después de la Covid-19, por ejemplo, nos estamos tomando más en serio la importancia de la dimensión social de la salud, de los vínculos comunitarios o de la necesidad de desmontar los estigmas que rodean a la salud mental. Veremos si somos capaces de tirar con rigor de estos hilos.
-¿Cómo les han afectado las restricciones de movilidad y de reunión a este colectivo, así como el hecho de que haya sido uno de los más estigmatizados durante la emergencia sanitaria?
Según los expertos, lo que a todos nos toca hacer cuando somos jóvenes, para crecer saludablemente, son dos cosas. La primera es acabar de saber quiénes somos, afinar nuestra identidad (qué pensamos, qué queremos estudiar, cómo queremos vivir, a qué le damos importancia...). La segunda es aprender a relacionarnos de verdad con los demás y con el mundo, para no quedarnos aislados. Ambas tareas implican salir de casa y empezar a ponernos a prueba, vivir historias, conocer personas diferentes, probar formas de ser amigos, de ser pareja, de cuidar a otras personas...
Para ello, muchos jóvenes necesitan estar allí donde están todos, física y metafóricamente. Y esto es lo que la pandemia complicó. Algunos lo resolvieron sin romper las normas. Pero otros convirtieron la ruptura de normas en una forma de vivir las historias que necesitaban vivir. Las macrofiestas, de las que tanto se ha hablado durante la pandemia, y la soledad emocional son expresiones de la misma necesidad, la de encontrarnos a nosotros mismos y a los demás. Los jóvenes, como los adultos, somos seres sociales que aprendemos a serlo en un mundo acelerado y cambiante. Y no siempre lo logramos.
Los juicios negativos respecto a los jóvenes que rompen normas no son algo nuevo. Tampoco lo son la generalización y la estigmatización de todos los jóvenes por las conductas de algunos, detrás de las cuales, por cierto, casi siempre hay negocios bien adultos.
-También existe un artículo específico destinado a las personas con capacidades diferentes, ¿esta etapa vital en este colectivo es diferente a la de otros jóvenes? ¿Por qué? ¿Cuáles son sus especificidades y cómo se las puede acompañar?
Aunque hablemos de la soledad en general, cada persona vive la experiencia de las relaciones con los demás de forma única. Esto es así siempre, pero especialmente cuando la diversidad humana sitúa a la persona en el lado de quienes tienen menos oportunidades. Si las transiciones juveniles son momentos complejos, lo son más en las vidas marcadas por la dificultad de nuestra sociedad para convivir con la diversidad étnica, sexual, religiosa o funcional. Sin embargo, habitualmente, las dificultades están más en la mirada de los demás que en las propias capacidades de relación.
En el caso específico de la diversidad funcional, las autoras de este artículo ponen el énfasis en la coordinación entre los distintos agentes y servicios que intervienen en la vida de cada persona, de forma que ésta sea protagonista activa y centro de todas las actuaciones.
-Uno de los artículos analiza casos de éxito y pone el acento en las políticas que se han llevado a cabo en Gran Bretaña. ¿Puede hacernos un pequeño anticipo?
El caso de Gran Bretaña es especialmente relevante porque ha sido el primer país occidental que ha hecho el encargo a un ministerio de ocuparse expresamente del fenómeno de la soledad. Los gobiernos no pueden hacer amigos por las personas, pero sí pueden generar las condiciones que favorezcan relaciones de mayor calidad. Hace unos años, el gobierno británico se marcó tres grandes objetivos a los que destinó partidas presupuestarias específicas. El primero tenía que ver con la comprensión del fenómeno de la soledad a través de la investigación. El segundo tenía que ver con integrar la soledad, de forma transversal, en todas las políticas públicas. El tercer objetivo estaba centrado en la sensibilización social y la reducción del estigma. Se trataba de tomarse en serio el tercer lado del triángulo de la salud (física, psíquica y social) e impulsar medidas concretas para cuidar la salud social del país.
Por poner algún ejemplo, un fruto tangible de este modelo es la generalización de la prescripción social. Los profesionales de la salud se coordinan con los servicios sociales y las entidades del Tercer sector para ofrecer “recetas” centradas en la participación en actividades de la vida de la comunidad, fortaleciendo así las oportunidades de relación y de creación de redes de apoyo social.
-¿Cuáles son los retos de la acción socioeducativa ante la soledad de los jóvenes?
Tenemos un reto más bien sociopolítico y otro psicoeducativo. El primero es construir una sociedad más acogedora, más capaz de disfrutar de la diversidad humana, más comunitaria, que nos haga estar más pendientes de los vecinos... Éste es el reto sociopolítico: subir un poco el volumen del “nosotros” y generar ciudades y pueblos en los que sea más fácil cuidarnos mutuamente.
El otro gran reto es ayudar a aceptar que la soledad y los vínculos sociales son dos caras de la misma moneda. Necesitamos aprender a estar bien solos para tener relaciones saludables con otros y viceversa. La soledad, antes que un problema, es una condición necesaria de la existencia humana, una conquista. Necesitamos estar bien solos para aprender, para pensar, tomar decisiones, afrontar con dignidad la muerte... Aceptar la soledad como parte de la condición humana nos ayuda a dar sentido a la vida. Cuando hablo de esto, me gusta recordar aquella frase de Eduardo Galeano: "En un mundo de plástico y ruido, quiero ser de barro y de silencio". Educar el sentido, la interioridad, la pausa, la reflexión... es también una manera de ayudar a tener relaciones de mayor calidad. Es un reto complejo para este mundo acelerado en el que tener un millón de likes parece más valioso que una conversación serena con un amigo o amiga de verdad.
-¿Qué les recomendarías a los jóvenes que se sienten solos?
Cada experiencia de soledad es única y resulta difícil dar consejos genéricos. Pero les diría dos cosas: que intenten entenderse sin culpabilizarse y que no lo escondan, porque no son los únicos que se sienten así. Ciertamente, la vivencia de la soledad puede experimentarse como un terrible fracaso en la juventud. Pero es también una buena noticia que habla de la necesidad de tener más o mejores relaciones. Esto significa que no se conforman, que se resisten a quedarse aislados o que quieren tener vínculos de mayor calidad con alguna persona. Éste es el reto central de la juventud, que se agrava cuando la vida no lo pone fácil. Aprender a aceptar la vivencia de la soledad es el primer paso para tener vínculos sanos con los demás. Ni es un reto sencillo ni depende sólo de nosotros. Y, además de aceptar esto, a veces conviene pedir ayuda. Compartir este sentimiento con alguna persona conocida, amiga, profesora, educadora o profesional de la salud puede abrir una puerta de salida. También puede ser útil contactar directamente con los servicios y equipamientos que existen para atender a adolescentes y jóvenes en muchos municipios. En el caso de Barcelona, por ejemplo, es tan fácil como buscar en Google "Barcelona contra la soledad".
-¿Y a los familiares que los acompañan?
Ver sufrir de soledad a un hijo o hija (o a un hermano o hermana) es doloroso, porque nos dice algo que nos cuesta digerir: que nuestro amor no es suficiente. Tampoco está en nuestras manos forzar la estima ajena y convencer a otros para que se hagan amigos de nuestros hijos. Es algo que no puede forzarse. Aceptar esto es el primer paso.
Lo siguiente es escuchar, intentar entender, estar disponibles para cuando nos necesiten y, si la soledad dura y duele, acompañar en la búsqueda de ayuda profesional.
Por último, no está de más ofrecer modelos que proyecten visiones positivas de esa otra soledad de la que hablaba antes. Que nos vean gozar del silencio, de la lectura, de los momentos de soledad escogida, de relaciones respetuosas con esos espacios personales. Y, también, que nos oigan compartir las inquietudes de nuestras soledades no deseadas, de las pérdidas, de los momentos en los que no nos ha sido fácil crear vínculos con los demás. Esto ayudará a acercarse serenamente a esta compañera de camino complicada, pero necesaria, que es la soledad.